La historia de la discordia








Más allá de la popularidad que ganó la palabra RETENCIONES, debido a su gran exposición mediática, cabe realizar un recorrido por la historia para lograr entender el origen, la funcionalidad y sus consecuencias. Quizá así logremos responder a la pregunta que cualquier argentino prudente debería estar haciéndose por estos días: ¿de qué hablamos, cuando hablamos de RETENCIONES?.


Es sabido que en la República Argentina el sector más dinámico de la economía es el campo. Desde que el país comenzó a funcionar, con lo que los historiadores llamaron posteriormente “la consolidación del estado”, la tradicional división de actividades le otorgó al gran “granero del mundo” su calidad de país agro-exportador, en virtud de la riqueza natural de su territorio.


Eran épocas donde el contexto internacional y los dirigentes impedían la industrialización de nuestro territorio, obligándolo al mero rol de facilitados de productos primarios. Todo lo necesario podía ser importado de países altamente industrializados como Gran Bretaña, Alemania o Estados Unidos. En ese momento histórico, dominaban la escena los gobiernos liberales que -como es sabido- creen en la famosa mano invisible de Adam Smith que regula el estado. En una parte de su famosísimo libro “La Riqueza de las naciones”, el autor escocés sugiere que a pesar de la libertad de los mercados es conveniente que el estado esté monitoreando constantemente.


Bartolomé Mitre quizá haya leído entre líneas esta sugerencia del padre del liberalismo económico, ya que en el año 1862 da origen a lo que hoy está en la boca de todos los habitantes: las retenciones al agro. Sí, aunque parezca mentira, la medida que hoy es presentada como una bandera de un supuesto progresismo, que pretende redistribuir más equitativamente, fue ideada por un gobierno liberal. Esto, de por sí, sería una contradicción si no fuera que la diferencia está presentada en lo discursivo y no así en los efectos económicos que la medida tiene para la República Argentina.


El gran karma del campo argentino es tener que ser el histórico sostén de la economía nacional. ¿Por qué? Básicamente por la increíble falta de industria en nuestro país. Esto no es algo que viene de hoy, ni algo que le podemos reprochar a los 10 años de menemismo y sus consecuentes privatizaciones. Es algo que viene de larga data y que tiene que ver también con las retenciones al agro.


Si bien prácticamente no hubo grandes interrupciones a las retenciones desde 1862 a 1905, el antecedente más fuerte de las retenciones al agro fue en 1955. Existía por aquella época de gobierno peronista el IAPI (Instituto Argentino para la promoción del Intercambio) cuyo mecanismo completamente anti-liberal, consistía en retener las divisas de exportación y entregar a los productores agropecuarios el porcentaje que consideraba apropiado para sostener su actividad y reconocer una ganancia razonable. Un gran porcentaje del dinero recaudado con este mecanismo se utilizaba para subvencionar a la industria a través Banco de Crédito Industrial. Claro, que para poder industrializar un país, es necesario tener una burguesía dispuesta a correr riesgos y no “cobardes o traidores” que exportan el dinero del país.


El golpe de estado que derrocó el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón dio por tierra con este mecanismo y estableció lo que usted está imaginando, sí, RETENCIONES. Así el gobierno de Lonardi buscaba mejorar las cuentas fiscales y evitar la increíble escalada de precios, producida por una devaluación violenta. Cualquier similitud con la realidad actual NO es pura coincidencia. El economista detrás de la medida en aquella oportunidad era Raúl Prebisch, asesorado por dos bastiones del liberalismo argentino, Alvaro Alzogaray y Adalbert Krieger Vasena. Era obvio para todos ellos que, para combatir el paso de un cambio fijo a un cambio libre y flotante, era conveniente reclamar la asistencia del campo que iba a percibir enormes ingresos producto de la situación financiera del país.


Muchos historiadores de orientación hegeliana suelen afirmar que la historia es un proceso cíclico que evoluciona de manera dialéctica pero envuelto en una espiral y no en forma directa y lineal. Prueba suficiente de esta hipótesis parece ser la República Argentina ya que todo lo explicado anteriormente vuelve a suceder, ahora en 1967. Otra devaluación durante el gobierno de facto del General Onganía provocó que Krieger Vasena, esta vez no como asesor sino como Ministro de Economía, implantara las retenciones con un porcentaje que superaba el 40%. ¡Qué vivan las similitudes!


En todos los casos, ya sea impuesta por gobiernos liberales o autodeclarados progresistas (como el actual), las retenciones son una medida que significa una intervención estatal. Cabe preguntarse entonces por qué en ninguno de los casos anteriores el reclamo del sector agropecuario revistió el tenor que reviste por estos días. Muchos factores entran en juego a la hora de analizar la situación. En primer lugar, la pauperización de pequeños y medianos productores que hay en la actualidad. Durante la década menemista el campo vio diezmado su nivel de competitividad y por ende, las propiedades comenzaron a quedar en manos de inversores ajenos a la cultura agrícola y deseosos de obtener rentabilidad con la menor inversión posible. Por otra parte, y quizá aquí este el meollo de la cuestión, la forma de implantar las retenciones en los otros momentos históricos fue regulada y consensuada. La palabra consenso que, por estos días, no parece ser muy utilizada por la Casa Rosada, hubiese sido la clave para evitar un conflicto que si bien hoy parece no tener marcha atrás, podría haber tenido un desenlace civilizado

En síntesis, resulta suficiente releer la historia económica argentina, para percibir con claridad que, con distintos matices, todo se repite con una única diferencia: hoy son pocas las hectáreas que quedan en manos de los verdaderos hombres de campo y tal vez sea por ello, que han generado un bastión de resistencia nunca visto.

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