Delicias de la vida cotidiana

Eran las 8 de la mañana. Mi despertador había hecho su trabajo a las 6:30 horas. El tren fue el mismo infierno de siempre, una bici me apretaba la pierna, un mate me quemaba la mano y el humo de varios cigarrillos despertaban una lágrima que hubiese preferido sean producto de un bostezo. En un viaje semejante no es posible tener sueño, ni siquiera a esa hora.
Llego a Once y opto por el colectivo. El subte suele ser mi elección principal pero la radio se resistía a ser apagada. El 5 me deja a tres cuadras de donde iba. Una parada antes de la mía baja una señora con un bebé de dos días, la ayudo; ella y el infante me pintan una sonrisa de ternura en el rostro.
La Avenida Callao sabe como hacerte sentir en Buenos Aires. Se huele, se respira, se siente, se oye, se vibra. A veces tengo la sensación de que podría darme cuenta que estoy en Callao aún si me llevaran hasta ahí con los ojos vendados. Tal vez sienta a la luna pasándome por al lado o huela los azares del chino de la esquina.
Camino hasta Corrientes. Ahí es el encuentro. Antes de arribar a la afamada esquina paso al baño en un billar que está ubicado a escasos metros. "¿El Baño? Al fondo a la derecha". En mi camino al fondo me cruzo con dos grupos distintos de hombres y mujeres tomando cerveza, bailando y jugando al pool. La sorpresa me detuvo un segundo esperando despertar junto a mi mujer. Sin embargo todo había sido tan real que aunque más no sea por evitar repetir el viaje en tren, forcé la situación para continuar estando de este lado de la matriz.
Voy al baño y a mi regreso una de las chicas me convoca para quedarme un rato con ellas. Dudo, falta una hora para la reunión y no tengo nada más importante que hacer. Mi curiosidad por entender de donde venía esa noche amanecida me podía. En ese preciso instante se me vino a la mente el concepto que Borges tenía sobre la frustración. Las miré, me negué cortésmente y en el siguiente bar me puse a escribir esta historia; ¿Quién sabe? Tal vez en el punto final logre despertar.

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