Una vida te cambia la vida

El 28 de octubre del año 2007 festejaba mi cumpleaños. Estaba todo preparado en la casa de un amigo. Hamburguesas, fernet y sobre todo, la gente. Desde hace un par de años, para celebrar mi natalicio decido invitar a un grupo reducido de personas; la idea es que sólo estén aquellos que realmente quiero, aquellos con los que quiero compartir ese momento. Ni uno menos, ni uno más.

Ese 2007 fue distinto. Hubo uno más, uno que no pidió permiso; uno que supo entrar sin dejarse ver.

Nadie se dio cuenta y el cumpleaños transcurría como si nada. Música, discusiones en voz alta sobre la mejor manera de cambiar el mundo, algún comentario del último partido para aburrirme y llevarme la contra, otra vez la política, un poco de religión, más música y volvemos a empezar. Caras más largas o más ávidas corrían por la flamante mesa de pino recién comprada.

En el living, los niños. Tres bellezas de menos de 8 años que interactuaban como si se conocieran de toda la vida. Gritos, peleas absolutamente necesarias, disputas de poder sobre un camioncito de “Hot Wheels”, abrazos, reconciliaciones y volvían a empezar. ¿Quién dijo alguna vez que los chicos son tan distintos de los grandes?

Era el primer cumpleaños en el que yo sentía que mi cuñado y mi cuñada traspasaban la barrera de familia y venían invitados a la fiesta como amigos. Tal vez, ellos se sintieron tan felices de estar ahí, como yo de su presencia. Tengo esa sospecha; y tengo fundamentos para sospechar.

Me acerco, servicialmente a mi cuñada y le ofrezco un vaso de cerveza. Resulta raro que no tome, tal vez sienta timidez en una casa ajena. El recipiente de vidrio rebozaba de líquido amarillo, sin espuma, como a ella le gusta. “No, gracias” contesta y mientras apoyaba el vaso en la mesa me dijo: “Vení que te cuento algo”. Me separó un poco del resto de la gente y con mi cuñado al lado me soltó una frase que siempre sale de la boca acompañada de guirnaldas, fanfarrias, luces de colores, fuegos artificiales, flores perfumadas y un aire conmovedor: “Estamos esperando un bebé” y completaron “no se lo digas a nadie, son los primeros en enterarse”. Somos, los afortunados, mi mujer y yo.

Las lágrimas que ruedan por mis ojos mientras escribo este texto son primas hermanas de aquellas que corrieron mis mejillas aquel día. Tragué saliva experimentando la sensación de tener angina en pleno invierno. Los abracé y no supe que decir. Existen situaciones donde el cuerpo es nuestro mejor orador y un abrazo el remate final del mejor discurso.

A partir de allí nueve meses de aventura y una manera de sentir tan particular. Para ellos era el segundo hijo y se mostraban muy seguros a la hora de manejar la situación. Yo, en cambio, vivía la primer gestación que experimentaba dentro de mi familia. Ese niño, algún día iba a nacer y yo sería su tío.

Los nueve meses transcurrieron sin problemas y una calurosa tarde de verano Máximo (ya se llamaba así) nos cocinó unos ñoquis increibles pero fue tan humilde que nos hizo creer que el toque mágico había estado a cargo de su mamá. El bebé, protegido por ese gigante hotel cinco estrellas, era cómplice del tío en los asados que se sucedían a su alrededor.

Era principios de junio y se acercaba la fecha. Un día hicimos aproximadamente treinta llamadas por celular y ninguna tuvo respuesta. Había llegado el día. Tan prometedor se siente todo desde adentro que, tarde o temprano, uno tiene ganas de salir y, al igual que para entrar, no se pide permiso.

8 de junio de 2010, por la tarde noche, nació Máximo. Me enteré y al otro día por mañana fui a verlo al sanatorio. Era la culminación perfecta de 9 meses de ansiedad, expectativa, imaginar qué pasará si esto o aquello; 9 meses de ilusiones, suposiciones, de explicar con serias dudas los cómo y los porqués.

Hoy, ese bebote cumplió un año. 365 días que para mí tuvieron otro color. Bastaba ver una foto en Facebook de él jugando en el patio de su casa para que cualquier cuestión informativa noticiosa pase a tercer plano. El peor problema laboral se solucionaba yendo a verlo los fines de semana. Una vida que te cambia la vida.

Y siempre está. Tiene superpoderes. Carga una sonrisa estremecedora, un llanto conmovedor, una mirada que regala amor, una energía que te retroalimenta, unos pies que caminan por tu alma y son inalcanzables mientras los que caminan por el piso tambalean para hacerte creer que todavía le falta.

Seguramente no entienda cuando el sábado me acerque a darle un beso fuerte y un abrazo y le diga feliz cumpleaños, aunque internamente entenderá que es un día muy especial y se preguntará porqué nosotros, los grandes, hacemos tanto espamento por estas cosas. Algún día esta y otras preguntas se harán palabras y llegarán a mis oidos. Ese día, será distinto el partido; él sabrá leer y, entonces, paciente su tío, más viejo y aburrido, le entregará aquello que se le dio por escribir una fría mañana de junio.