Porteño de nacimiento, sampedrino de profesión

Escuché decir alguna vez, por ahí, a un viejo de sombrero raro y bigote, con inconmensurada vehemencia que viajando se fortalecía el corazón. No se si es éste el porqué de mi increible aficción por viajar. Lo cierto es que desde chico mi papá me inculcó el disfrutar de los amplios caminos, de las rutas y sus imprevistos, de los nuevos horizontes nunca tan nuevos y nunca tan horizontales. Así fue que un buen día emprendí un viaje sin regreso a un renacer, a engendrar dentro mío al periodista que busco ser. Lo que sigue es una dulce crónica del nacimiento de mi profesión en un pequeño largo viaje donde no buscaba fortalecer el corazón, tampoco recorrer nuevos caminos pero si sólo se trata de vivir que mejor que embarazar la propia vida con el gen de la vocación.


Supuestamente cumplo un año trabajando en San Pedro ya que supuestamente todo comenzó en diciembre de 2008 mientras yo leía la versión anterior de este anuario en el camping Mansa LyFe. Es tan sólo una suposición. Allá por 2006 conocí un excéntrico personaje mientras malgastaba mi tiempo trabajando en un call center. Un ser humano cuya humanidad, valga la redundancia, es inhumanamente grande como su corazón. Se hace llamar "el inspector de tímpanos" y se hace querer como pocos suelen hacerlo. Me escuchó hablar y, cerveza mediante, siempre cerveza mediante, me dijo: "Vos tenés que hacer radio" con la seguridad con la que siempre se expresa. Una sonoridad tan convincente no hace más que dejar ciertas semillas que germinan ineludiblemente como un yuyo (o sea, según la versión oficialista, como la soja, vio...). Juntos, aquel año, viajamos a San Pedro y compartiendo momentos únicos me mostró algunos lugares de una hermosa ciudad que tenía, río, barrancas, ensaimadas y famosos. Un auténtico turista, eso era, un porteño suelto en Mitre y San Martín.


Comencé a estudiar radio y ese personaje que pasó a ser mi amigo, me pidió ayuda para hacer un anuario en su programa. Una idea ambiciosa que solamente dos personas bizarras podían llevar a cabo. Y así fue, bizarro. Tan bizarro que en una noche de producción entre trago y trago mi compañero de emociones perdió el mini-bus que lo llevaba a hacer su programa de sábado a la noche. Ya era 8 de diciembre, la noche del 7 le había dejado paso a la madrugada, como el hielo se transformaba en agua en aquellos sucios vasos llenos de fernet. "Yo te llevo" siempre con mi culpa generada por la desesperación ante el incumplimiento de una responsabilidad. Esa tarde lo pasé a buscar y fue el comienzo.


Escuchamos Dire Straits todo el viaje. Llegamos y después de haber estudiado todo un año de radio de laboratorio quería saltar a la realidad, quería dejar de ser un radioaficionado de probeta, y probar aquel vicio que, a partir de allí, jamás iba a poder dejar. Comparto el aire de su programa y entre tema y tema sonó el teléfono. La cara del operador se transfiguró, aparentemente la voz que vibraba del otro lado era importante. Vaya si lo era, la jefa llamaba preguntando quién era yo. Iván y Jose Luis respondieron con una brisa de reto en sus rostros. "Es un amigo mío de capital, el que me va a ayudar con el anuario", todas palabras que no sonaban a una buena excusa, más bien sonaban a la más triste y sincera realidad. "Bien, cuando venga a fin de año, decile que lo quiero conocer" si aquellas sonaban a verdad éstas dejaban una sensación de desconcierto.


Dos semanas después tenía el auto cargado de cosas tan mundanas como indispensables, mate, termo, reposeras, toallones, un anafe, una linterna, una sabana, una frazada (por si refresca, vio) y una carpa, sí, la famosa carpa. Estábamos, mi mujer y yo, emprendiendo un viaje a San Pedro, pasaríamos allí el fin de semana y, entre pitos y flautas, hablaría con la misteriosa mujer de voz tenaz y excéntrica imagen. Me sentó y me dijo que a partir de mi colaboración en el inspector de tímpanos, tenía la sensación de que tenía algo para dar y decir. No había dicho nada interesante, lo juro. Pero una mujer como ella sólo emprende cosas si son un desafío; se aburre fácil y se inquieta rápidamente; su mente, su fraseo y su actitud parecen decir: "Si no es difícil, no sirve". Y así sería, difícil, muy difícil. Me explicó que según su parecer, aquel que no sabe escribir no puede hacer radio, que primero hay que saber redactar una nota para después poder explicarla oralmente.

Muchísimo más complejo sería insertar una voz porteña y de timbre extraño en el eter sampedrino. Un eter que, como su gente, recela de la capital y todo lo que de allí provenga con ese aire a que lo más importante siempre pasa por aquí, en la ciudad de la ensaimada mallorquí. Créase o no, el 2008 pareció darles la razón pero ya lo iremos desarrollando, armémonos de paciencia. Ese fin de semana leyendo el anuario 2007 percibí en un pequeño artículo que los camiones areneros que recorrían Rómulo Naón hasta 3 de Febrero eran una molestia para los ciudadanos. Fui hasta allí y en tan sólo media hora vi pasar dos. Eso fue lo que dije en Sin Galera el sábado siguiente como mi presentación en sociedad y los mensajes no se hicieron esperar "Petinatto tiene razón, está prohíbido y siguen pasando igual" grababa la cinta del 425644.


Me volví a Buenos Aires después de la puesta al aire del anuario con la satisfacción de una tarea cumplida y la sensación dulcemente peculiar de que algo se estaba gestando, comenzaban a asomarse aquellos primeros brotes que habían sido sembrados hace tanto tiempo. Hasta aquí tan sólo llevo desarrolladas dos semanas de este año sampedrino porque fueron vividas sencillamente así, minuciosamente, intensamente, deliciosamente.


Un mail extraño, que releo hoy con lágrimas en los ojos, me invitaba a pasar una semana en San Pedro, sería una pasantía rentada para que pueda aprender todo aquello que había que aprender de los medios, o por lo menos una parte; aunque sea eso, una parte. Como es sabido por el lector, conseguir hospedaje en Enero es poco menos que imposible. "¿Te animás a venir en carpa?" me dijo el gran hombre detrás de aquella mujer mientras, de fondo, escuchaba los bocinazos que me propinaban en la Avenida Corrientes, pleno corazón porteño. Acepté; a rigor de verdad, a mí también siempre me gustaron las gestas difíciles con sabor a desafío.


Llegué un día de semana y, vestido con jean y chomba, comencé a armar la carpa. Un acampante vecino me ofreció su pala con gusto, para que yo hiciera una canaleta que previniera mis efectos personales de mojarse en caso de lluvia. Los 37 grados me acechaban. El hombre del llamado telefónico, se encarnó nuevamente en mi celular y me invitó a comer a su casa. Al llegar, me vio y me dijo "Estás vestido de porteño, te vas a morir de calor... ponete una malla y tirate a la pileta" Sabias palabras, increiblemente sabias.


Comencé haciendo la producción de Sin Galera y la vibra radial no se hizo esperar. Una llamada al 420100 reclamaba que era escasa la vigilancia en el Estadio Municipal y que, por las noches, algunos chicos se metían en la pileta con el consecuente peligro que esto significaba. Fui elegido como el encargado de corroborar esa información y esa noche no encontré a nadie por allí. Lo dije al otro día en la radio y tuve la primer reacción directa de la gente. La viví en carne propia y la sentí con ese temor que reseca la boca e inquieta. Es que en una ciudad como San Pedro lo que uno dice puede costarle a alguien un empleo, puede hacer que una persona se pelee con otra de por vida o provocar cualquier otra cosa. Era una primera lección, había que ser cuidadoso pero siempre con la verdad.


Esa pequeña semana se había transformado en una propuesta laboral de un mes, con sueldo y gastos pagos. Así fue que el segundo mes del año me encontró viviendo en Quiroga y 11 de Septiembre, cerquita de la 505 que mi mujer comenzaba a apreciar cada vez más. Por febrero de este año esta ciudad costera paulatinamente se iba malacostumbrando a esa infaltable noticia diaria de inseguridad que nos inunda mediáticamente por acá por la gran urbe. Se me ocurrió interiorizarme en como era el sistema de libertad condicional que hasta ese momento desconocía. Esta pequeña investigación resultó en una nota sobre el Patronato de Liberados donde, a grandes rasgos, dejaba en claro que había muchísimos más liberados que patronato. Una gran polvareda levantó ese zapateo, lo cual sirvió para aprender que era de personas respetuosas y de gran corazón, permitir que el otro ejerza el, tan valioso, derecho a réplica.


Transcurría rápidamente mí pasantía, rellena de aventuras y cubierta de enseñanzas. Ir con una periodista de tanta influencia en el pueblo a la sesión del Concejo Deliberante fue un verdadero paso de comedia, aunque en realidad, el paso de comedia lo dieron los honorables ediles. A nuestra llegada todos charlaban amenamente como aquellos que disponen de ese tiempo de más y cuyo reloj les devuelve una sonrisa en cada mirada. Había que ponerse a trabajar de inmediato porque la opinión pública podía llegar a condenar nuestra lisonjera actitud. El debate se hacía intenso desde el Artículo 1 de la ordenanza. Con muchísimos sobresaltos llego la discusión al Artículo 2 cuando irrumpió en la sala un teléfono celular. Era el de la afamada conductora radial que escuchaba que del otro lado la informaban de un nacimiento en su familia. Debía ir de inmediato al hospital. Al abandonar la sala, como por arte de magia, los concejales aunaron criterios y aquella tan polémica ordenanza pasó a ser aprobada en general. Con un remate recitado por Landriscina este sería un chiste divertidísimo sino fuera la muy triste realidad.


El período de trabajo estaba llegando al final pero yo seguía con las ganas de ver el desembarco del famoso ratón norteamericano a los campos de Vuelta de Obligado. Quizá él no sea recibido con cadenas escondidas en el enorme cauce del Río Paraná. Claro que no, él, o mejor dicho, su jamaiquino representante y artífice, recibió bombos y platillos, pompa y boato. Por fortuna para San Pedro y por desgracia para sus dirigentes aquel curioso empresario fue recibido también, con numerosas sospechas. Este episodio, que sólo podía pasar en San Pedro, (donde más, vamos, piénselo bien, donde más) me sirvió para aprender lo que es llevar una investigación hasta las últimas consecuencias. Llamadas telefónicas a Jamaica, sospechosa intromisión en sus oficinas de Puerto Madero y encuentros cercanos del tercer tipo con estrellas devaluadas de la más decadente televisión.


A la hora de escribir, una de las enseñanzas más útiles que recibí fue la de hacer un listado de todo aquello que no puede dejar de aparecer en la nota a desarrollar. Esta no es la excepción. Miro atentamente el listado y todavía no he llegado a la mitad. Tengo el temor de desplegarme más de la cuenta y aburrir, temo también confiar en la avezada mano editora de mi jefa de redacción y que el corte sea por el lado del espinazo. Me detengo para releer el recorrido que me trajo hasta aquí.


Cómo seguir virtiendo sentimientos en un papel cuando uno intenta expresar lo que le pasa por adentro siendo lo menos cursi posible, es la pregunta que se puede leer en mi frente. Llegó la despedida de San Pedro y el final de la pasantía con la emoción, el llanto y un corazón lleno de recuerdos imborrables y gente increible. Pero una despedida no siempre es el final para los que nos gusta volver.Nostálgicos como somos solemos transformarla en un hasta luego eterno y un abrazo constante. Así fue como en Semana Santa la ruta 9 me vió doblar en el kilómetro 153 para llegar al encuentro de toda esa gente que se extrañaba desde el asfalto gris de la enorme ciudad que me alberga.


La idea era llevar un principio de solución a aquellos que tenían un problema. La esencia misma de la radio resumida en un traumático viaje en barco. Andaba cuando quería y nos inundaba de olor a nafta, mientras los celulares se mojaban en el ajetreo contra el agua del río marrón que cruzabamos. Iríamos navegando hasta las islas lechiguanas. Aquel sector olvidado que sólo se recuerda de tanto en tanto, cuando se necesita la tierra o los votos, olvidándose siempre que allí hay personas, gente de bien que derrocha amor, calidez, ternura y sencillez. La lancha que nos llevaba no se iba a interponer entre nosotros y el objetivo del viaje. Saltando de sauce en sauce mientras el Paraná esperaba jocosamente mi caída, llegué hasta la isla para enterarme, de primera mano, del robo de Gualtieri. Fui pensando en aprender a ser mejor periodista, volví habiendo aprendido a ser mejor persona.


En el listado de posibles notas que tenía la jefa por allí por la redacción había una que era la de recordar el negocio multimillonario que PREAR había perdido por la insistente e incansable lucha de los asambleistas de gualeguaychú contra Botnia. El tema era que las papeleras contaminaban. En Boulevard Sarmiento un auto se me cruza llevando orgullosamente un calco que rezaba "NO A LAS PAPELERAS, GUALEGUAYCHÚ". ¿Y las papeleras sampedrinas? fue la pregunta que se me cruzó por la cabeza. Borré la nota del listado haciéndola. Publiqué algo que contrastaba ambas papeleras y dejaba a las claras la hipocresía que reinaba sobre el tema. Por esas cosas de la vida que hace que uno se sienta, tontamente importante, poco tiempo después una denuncia anónima provocaba un allanamiento en Papel Prensa. Esto me llevó otra vez a hacerme carne en el río y a recorrer tupidos pastizales para llegar a tomar las muestras de agua para el diario Crítica. ¿Quién había dicho que no todo pasaba en San Pedro?


En Buenos Aires, mañana a mañana escuchaba por internet desde el trabajo la radio para mantenerme conectado con esa ciudad que ya ocupaba un lugar en lo más hondo de mí. Así me tocó vivir desde lejos con muchísima tristeza y desesperación la lucha que aquellos sampedrinos que a principios de año habían sido estafados, daban contra los incendios en los pastizales. Mientras transcurría el Operativo Voluntad, desde el poder central, unos los acusaban de delincuentes y otra, con sus lentes Gucci, los usaba para hacer su show televisivo en horario central.


Poco tiempo después comenzó a ganar protagonismo la protesta del campo contra las retenciones móviles. Aquello que nació como una queja de aquellos que nunca levantan mucho la voz terminó siendo el episodio del año. Al principio me sentí bastante afuera y vibraba con las noticias que sonaban en el auricular. Las cosas pasaban en el interior, desde Buenos Aires poco había para contar y todo tenía que ver con lo que pasaba por esos lares. Extrañaba formar parte de estas cosas desde ese lugar que poco tiempo atrás me habían enseñado a hacer propio, el periodismo. Llegó así el 25 de Mayo y la movilización a Rosario. Transmitirla sería mí oportunidad de vivir un momento histórico haciendo "lo que más me gusta donde más me gusta".


Después de varios forcejeos la discusión se trasladó al congreso y la protesta a Buenos Aires. Hay momentos en la vida donde uno siente que es tiempo de hacer algo, de estar. Este era ese momento, el momento de salir a la cancha porque es justamente allí, en la cancha, donde se ven los pingos. Ridículamente siete carpas invadieron la Plaza del Congreso mientras, los medios nacionales, en vez de interiorizarse en el problema discutían sobre el verdadero nombre de la plaza. Desde un medio local uno debe diferenciarse buscándole la vuelta con creatividad para informar de una manera distinta.


Fue un sábado histórico en mi vida. Uno de esos días que le contaré a mis nietos sosteniendo un bastón de caña sentado en un viejo y sucio futón pasado de moda. Con una enorme caja repleta de productos agrícola-ganaderos llegué al lugar de la discordia. Puedo repasar cada uno de los momentos que viví ese mañana. La vaca bien temprano, el mate cocido con pan casero, los aprietes y malos tratos de las carpas kirchneristas al decir que era para un medio de San Pedro, y las increibles corridas que hice a voluntad de la conductora del programa. Pero todo esto pasó a segundo plano. Mi ignorancia y mi incontenible verborragia voraz aplacaron todo lo antes expuesto. Sin pesares y con una sutil mueca en la cara escribo que esa mañana pasó a la historia como el día que dije al aire que la mandarina tenía carozo.


Después de tan avergonzante episodio era obvio que debía retomar mis clases sobre lo básico elemental y en este virtual curso sobre como ser sampedrino y no morir en el intento, me debía una visita al campo. A un campo de verdad. No a esos que se ven en las películas de vaqueros. Uno donde se trabaja la tierra, uno donde hay razones justas para quejarse, donde la hospitalidad es la carta de bienvenida y la panza llena, la de salida. Asi fue que Salmuiragui me invitó a aprender sobre aquello que desconocía. Me tocó fertilizar un campo, viajar en tractor, manejar una cosechadora haciendo zig zag como una yarará, andar a caballo y tantas otras cosas más. Tan sampedrino me iba sintiendo que al bajar del tractor decidí comprarme un pedazo de tierra de un porrazo que dolió más de la cuenta, por suerte, ese pedazo no estaba a la venta.


Pasaba el tiempo y se acercaba el cumpleaños de la radio. En mi cabeza resonaban los ecos del cumpleaños anterior y la envidia de no haber estado para vivirlo. Pero, sin embargo, me tocaría vivir algo grande. Algo que comenzaba un día después del cumpleaños de la radio, una extraña manera de festejar, donde el agasajado y cumpleañero sería el que regale, el que dé. Comenzaba la campaña "Volver para devolver" y con ella mi idea de hacer sábado a sábado un programa que sirva de excusa para recordar viejos momentos que formaron a miles de sampedrinos.


Es extraño no ser de ningún lugar. O ser de muchos. En realidad, ser de muchos implica no ser de ningún lugar y sentirlo es, sin duda, más rebuscado de lo que aquí se lee. Trabajo en Buenos Aires y puertas adentro del canal están convencidos de que soy sampedrino, pero cuando estoy en San Pedro todos saben que soy porteño. Es que hay un poco de los dos en mí. Muchas cosas además del nacimiento marcan el orígen de una persona. Algunos somos más de allá que de acá y viceversa. Es que uno es de donde se crió, donde aprendió a dar sus primeros pasos, donde fue haciéndose esencia. Y la crianza es educación, es formación constante.


Explorar la educación sampedrina sería calar bien adentro de este pueblo tan misterioso y atrapante que parece soltarte cada vez y traerte cuando menos lo esperás como para dejarte en claro que te posee, que uno le pertenece en lo más profundo aún cuando gentiliciamente hablando parece serle ajeno. Eso fue hacer el programa de radio todos los sábados. Aprender a formar parte de una comunidad, ser aceptado con una palmada en la espalda y una sonrisa cordial por el respeto con el que había encarado todo lo que aquí había hecho. Luego de un mes, llegó la gran noche y con ella mi acta de nacimiento. En una noche tan sampedrina como esa, me tocó subirme al escenario para formar parte de tan ansiado momento, el momento de refundar la educación pública en San Pedro.


A partir de allí nada podría ser igual, había nacido algo más. No había vuelto a nacer sino que había nacido alguien nuevo. Había sido un largo año de gestación lleno de nuevas experiencias. Sin darme cuenta y con la intensidad con la que suelo vivir las cosas me fui formando, me fui transformando en alguien nuevo, fui gestando otra cosa. Como se forman las manitos del bebé en la panza de su madre fui formando mi deseo de informar pensando en la gente; como van apareciendo las piernitas entrelazadas traviesamente fue apareciendo esta necesidad de ir más allá para retratar aquello que es ajeno; como se van formando los ojitos del bebe fui formando otra visión de la realidad; como se van redondeando las orejas en los nueve meses de gestación fui aprendiendo a escuchar cada vez más aquello que me está hablando desde los hechos. Es que en esta gestación nacía en San Pedro mi profesión. Aprendí y aprendo a ser periodista en San Pedro.


Si veinte años no es nada, un año es una insignificancia. Para algunos sólo sirve para que aparezcan algunas canas más, para ir a una decena de cumpleaños más o menos divertidos y para discutir, una vez más, sobre con quien se pasa año nuevo y navidad. Pero para extrañas personas como yo, un año es muchísimo; un año significa recorrer un camino inesperado sin saber donde nos conduce y dejarnos llevar maniobrando poco y anhelando mucho, pensando en grande y temiendo tanto cuanto nos animamos. Todo esto fue un año en San Pedro para mí, fue nacer, fue aprender a vivir, fue poder decir que soy porteño de nacimiento y sampedrino de profesión.

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